Apostles 2013 I

Número 11

Undécimo prólogo en disenso

Había una vez una torre llamada Babel cuyos diseñadores, que hablaban todos la misma lengua, se habían puesto de acuerdo para que la cúspide llegara al cielo. Esta atrevida muestra de orgullo hizo que Dios decidiera desbaratar los planes de la banda, mezclando las palabras de manera tal que estos arrogantes no pudieran entenderse más entre sí. Así fue que Dios dispersó a los hombres por toda la faz de la tierra y creó las lenguas, y de paso, también a los pueblos. Y parece que funcionó porque desde entonces los hombres de diversos horizontes lingüísticos se las vieron más que negras para entenderse y muy pese a ellos tuvieron que descartar la descabellada idea de creerse dioses.

Lengua, pueblo, lugar: tres palabras que definen la identidad de cada individuo. ¿Pero no sería mucho más lindo –¡y cuanto más fácil!– si todos habláramos la misma lengua? Tentador, ¿no? Basta de malentendidos, de medias tintas, de referéndums. Pero no, según este mito estamos obligados y hasta condenados a asumir una identidad y en muchos casos hasta morir por ella. Muchos de nosotros, inmigrantes hispanohablantes por herencia, hemos venido a parar a un país –que algunos llaman provincia– donde el mito de Babel es una realidad diaria, donde dos pueblos y dos lenguas de geometría dispar conviven en un solo lugar.

En el Quebec, muchos desenraizados todavía no han podido optar por esta lengua, este pueblo, este lugar. Y siguen soñando con la imposible y tentadora idea que nos propone el gobierno federal: el multiculturalismo y por ende el multilingüismo, cuyo objetivo no es otro que el de ahogar la identidad de esta provincia –que algunos llaman país (esto se complica)– entre otras tantas identidades –y lenguas– posibles mientras los ciudadanos canadienses anglohablantes (inmigrantes o no) se unen a millones de monolingües anglohablantes del mundo entero, multiplicándose como hormigas y arrastrando a la humanidad entera hacia un nuevo Babel: sky is the limit, claman estos babelianos modernos, haz lo que yo digo pero no lo que yo hago. Sin embargo, para los ciudadanos quebequenses de origen extranjero, ése es el camino del suicidio porque nos encierra en la idea de lo que se cree que somos, en una lengua que ya no hablamos, en un lugar donde ya no estamos sin darnos la posibilidad, por otra parte, de pertenecer plenamente a este pueblo, de hablar esta lengua, en este preciso lugar. Da para reflexionar.

Este número 11 de Apostles nos llega tras una discusión encarnizada acerca de un posible cambio de nombre de la revista, cambio que ha terminado plasmándose en el agregado de un subtítulo en español al nombre original en inglés. Pero es de esperar que ahí no quede la cosa (no se pierdan los próximos prólogos de Apostles).

Con una propuesta de tapa a cargo de la excelente pintora montrealense Daniela Zekina, varios de los textos de este número nos interrogan acerca de la lengua y la identidad: ser o no ser “polifónicos” (Saravia), hablar en “inuktitut” (Salinas), legar una herencia de souche inmigrante (Álvarez Giralt), olvidar lenguas que el olvido quiere que olvidemos (López). Se destaca el trabajo de Antonio Palacios Hardy, autor de Coplas a la muerte de mi padre, cuento ganador del premio especial Apostles Review en el concurso Nuestra Palabra. Hacen también su aparición en este número los textos de Violaine Forest y Lori Saint-Martin traducidos al español (por quien escribe estas líneas). Y completan maravillosamente esta onceava publicación de la revista los cuentos de los ya habituales De Elía, Cancino, Urbanyi y Mildenberger (que nos ofrece nuevos microrrelatos incisivos como el invierno) así como el cuento de Delma Gil Wilson que se llevó el primer premio del concuros Nuestra Palabra 2012.

Que lo disfruten.

Flavia García
Montreal, invierno 2012/2013

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